miércoles, 6 de abril de 2011

Meses de agua, lluvia y desencantos


Retorno con pesar y una dosis de culpa por semanas en las que no alcé la voz crítica desde este modesto espacio de opinión. Lamento este silencio, cuando todavía vivimos las secuelas del gasolinazo fallido, de inflaciones irreversibles; cuando persiste el encierro de Leopoldo Fernández, entre otros excesos e injusticias, inocultables a la mirada crítica de organismos internacionales como la ONU. ¡Cómo no reprochar la tibia reacción oficial frente a un Senador tolerante a la tortura! ¡Vaya arcaica y originaria expresión contraria a la integridad y dignidad de las personas! Y es que, el 2011 transcurre como un año “k´encha” para el gobierno y un pueblo escéptico ante el cambio, mientras su deficiente gestión pública se enturbia con el “Sanabriagate” y una cartelera informativa narcotizada.


También fue un tiempo reservado a los caprichos de la naturaleza. En Japón, Colombia, y en nuestra Bolivia, los desastres desnudaron nuestra vulnerabilidad. Fueron semanas de aguas turbulentas, impotencia y desencantos.


Y no ha sido casual que estos húmedos dias cierren con el estreno del largometraje “También la lluvia” para evocar los días de la emblemática “guerra del agua” de abril del año 2000. Con una formidable fotografía, las historias contadas por la cinta rodada en nuestra llajta, obligan a reaccionar ante los argumentos de especialistas en cinematografía que la elogian o critican. Para unos, es un relato cuyas poderosas imágenes denuncian las mutaciones centenarias de las formas de dominación y explotación colonial y transnacional de nuestros pueblos. Para otros, es una propuesta cargada de moralismo “colonial culposo” derivando en una suerte de “Avatar” a la cochabambina, cuyo efecto emotivo y comercial está fuera de toda duda.


Pareciera bien logrado el propósito de reivindicar a Fray Bartolomé de las Casas y otros pioneros de la denuncia contra los excesos coloniales. Sin embargo, la soberbia actuación del boliviano Carlos Aduviri en el papel de un rebelde indígena, pierde rigor histórico ante la deformada caracterización del pueblo quechua como si se tratase de una tribu de tierras bajas. De pronto, los otrora pueblos del oriente asediados por la avanzada del imperio incaico, hacen suyo el idioma del invasor andino, resultando ser la encarnación romántica y utópica de una comunidad que convive en armonía con la exuberancia de la selva.


Y como toda ficción, la película cuenta a su modo la historia de la “guerra del agua” que desembocó con la expulsión de “Aguas del Tunari” e importantes cambios a la ley y políticas neoliberales de la época. Acierta al insinuar que la privatización implicaba despojar y sumar al área de concesión sistemas precarios de agua barriales instalados con el esfuerzo y recursos de la propia gente. ¡Paradójica privatización de lo privado!, la empresa pública brilla por su ausencia.


Se equivoca al caricaturizar a un Prefecto indolente y frívolo en medio de tan violentas circunstancias. A quienes vivimos esas tensas jornadas, nos queda el recuerdo de la torpeza del gobierno central, de la muerte de un guerrero del agua, de un prefecto arrinconado y agobiado, de fuerzas del orden rebasadas por el primer tsunami político de la década. Guerra estéril ¡Imposible olvidar la bronca de un pueblo que, once años después, aún no tiene agua! Promesas incumplidas y frustraciones, que la demagogia oficial, la causa marítima y ni un impactante largometraje tendrán la capacidad de revertir y menos conjurar.

No hay comentarios: