domingo, 11 de octubre de 2009

Retomando mi columna...¿Y la madre tierra?



El primer semestre de 2007 advertí con una recurrente sensación de impotencia que, a nombre del cambio y reivindicaciones justas, se abonaría el camino para conflictos sociales, económicos e interétnicos violentos en el territorio nacional, los cuales iban a desbordar la capacidad de manejo del MAS y sus amigos. Se van dando acontecimientos que confirman ese temor interpretado por el simplismo oficialista como oligárquico, neocolonial y antirrevolucionario. El conflicto entre Pantipata y Charingo, en el valle cochabambino, y el enfrentamiento entre yuquis y yuracarés, asentados en el Parque Nacional Isiboro Sécure, con colonos cocaleros, ¿son eventos excepcionales?, ¿son invenciones de la prensa amarillista? Para nada. Al contrario, ambos se refieren a problemas de los cuales no se quiere hablar, ¡menos en tiempos electorales!
El caso de Pantipata no es nuevo. Sin embargo, es la primera vez que sale a la luz pública con nitidez la tensión entre dos comunidades campesinas, sorprendiendo que una de ellas defienda sus actividades productivas, su tierra y el agua del efecto contaminante de sus vecinos ‘narcoproductores’. Ello contrasta con otras regiones donde se opta por sumarse a las filas cocaleras abandonando los cultivos autorizados. La proliferación de factorías de cocaína en Cochabamba confirmó un ‘brote epidémico’ de zonas rojas, ¡no de cultivos de coca excedentaria!, sino de eficientes centros de producción de droga que aportan al deterioro gradual de la tierra, a la contaminación del agua, del ecosistema y de las vidas que apuestan por lo ilegal y el dinero fácil, lo que atenúa el impacto de la crisis.
Lo grave es que desde este oficio se empodera a redes delictivas populares, también familiares, que desplazan, compiten o se articulan a los tradicionales cárteles de droga, contribuyendo a la ‘contaminación’ del poder de las instituciones y al deterioro del tejido social en el que asientan sus actividades. El enfrentamiento entre yuquis y cocaleros se compara con otros (Tinquipaya en Potosí, Franz Tamayo en La Paz, etc.) y todo indica que este tipo de conflictividad será itinerante e intermitente, enfrentando a pobres con otros pobres y reforzando las lógicas autoritarias de un Gobierno que, con éxito, se alimenta del conflicto y la compulsión de inventarse enemigos y culpables.
Lamentablemente, con todo su poder persuasivo y propagandístico, el bloque oficial se rinde a la demagogia y alimenta un modelo territorial y de Estado que, de modo perverso, exacerbará tensiones e intereses contradictorios que se manifiestan en su seno. Colonos vs. indígenas; comunitarios vs. cooperativistas mineros; contrabandistas vs. emprendedores; ecologistas vs. depredadores. ¡Insólitamente, el Presidente no entiende y pregunta: ¿por qué tanto odio?
!El daño moral, económico e institucional del ‘cambio deformado’ será visible. Odios y violencia crecerán, la confianza hoy ciega en las promesas oficiales se desvanecerá, desenmascarando en el tiempo la impostura del discurso del Presidente, que, paradójica y machaconamente, se proclama defensor de la vida, de la convivencia pacífica y ¡de la madre tierra! Confieso que retomar estas líneas provoca sentimientos encontrados.