jueves, 22 de abril de 2010

¿ DEFENSOR DEL PUEBLO?

Y ahora, ¿ quién podra defendernos?
( Sobre los problemas en la elección congresal de un nuevo defensor del Pueblo)
La creación institucional del Defensor del Pueblo fue parte de los históricos acuerdos de julio de 1992, a partir del reconocimiento de la necesidad de contar con un mecanismo legítimo y alternativo de defensa de los derechos humanos (DDHH) a los vigentes en la estructura republicana. La idea era defender a la ciudadanía de los excesos y abusos del poder estatal, de sus gobiernos de turno, cualquiera sea su tendencia y corriente político-ideológica.
En 1998, el proceso de calificación y selección de los candidatos de la época fue impecable, transparente, participativo y abierto a la gente, a las cámaras y grabadoras de la prensa que acompañaron todo el proceso. Lamentablemente es común escuchar a quienes repiten de memoria que, con el supuesto ‘cambio’, recién se procede adecuada y correctamente. Entre las candidaturas mejor calificadas esa primera vez sobresalió la presencia de mujeres –Ana María Romero, Julieta Montaño, Rosario Chacón y la también periodista Cristina Corrales– y Waldo Albarracín. El desafío de entonces era dar a luz a una institución cuya legitimación y prestigio se reafirmó con el tiempo.
Entre 2003 y 2004, el proceso de definiciones sobre una nueva gestión defensorial, al igual que otras designaciones, se enturbió. Fueron tiempos complicados que derivaron, luego de caídas presidenciales, en la elección de Waldo Albarracín, que en ese momento logró los 2/3 de votos con el apoyo del MAS y de corrientes de un bloque oficial fragmentado regional, generacional e ideológicamente. Si entonces no había duda de que se trataba de una entidad que debía actuar para neutralizar eventuales abusos estatales en asuntos de mero trámite hasta en casos graves de violación a los DDHH, ahora sobran razones para dudar de la futura imparcialidad de la Defensoría.
El problema no es de personas, radica más bien en las antojadizas definiciones de pueblo y sociedad que suscribe el MAS. Irónicamente algunos miembros del entorno presidencial, al parecer, comentaron –en algún momento– que ya no se justificaba un Defensor del Pueblo, porque el pueblo ya está en el poder, encarnado en su líder y en las organizaciones sociales del Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos. Esta extrema percepción caricaturiza la tendencia a diluir la frontera existente entre el ámbito del Estado y de la sociedad.
Bajo una deformada interpretación de la noción de ‘autogobierno’, esta superposición de roles suena bonito a los oídos de la gente, pero entraña el riesgo de convertir a la Defensoría en sucursal del Poder Ejecutivo. Una de las distorsiones radica en el criterio de calificación de méritos, donde el aval o la condición de dirigente social suma más puntos que la formación académica o una trayectoria reconocida en la defensa de los DDHH.
Este extremo es defendido por voceros oficiales. Se pierde de vista que esas organizaciones sociales ‘avaladoras’ forman parte del instrumento político ahora en el Gobierno y que, “sin querer queriendo”, reemplazan el rol de los partidos políticos del pasado. ¡No terminan de asumir su rol político! Hablan a nombre de la sociedad, teniendo la potestad privilegiada de avalar candidaturas. Este criterio de calificación debiera eliminarse. ¡Es como si en el pasado se hubiese concedido a los partidos la prerrogativa de calificar generosamente a sus propios dirigentes o simpatizantes! Llegó la hora de que la nueva élite gubernamental nacida de organizaciones sociales se sincere con su nuevo rol y con la gente, sólo así se impedirá que el futuro Defensor del Pueblo termine siendo el defensor del Gobierno.

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