viernes, 15 de enero de 2010

Serie: Reflexiones y Aportes a la Asamblea Legislativa Plurinacional


Suplentes en tiempos de cambio

En general, la polémica sobre las suplencias y las dietas lleva a un terreno en el cual, sin importar los argumentos, pierden indefectiblemente la Asamblea y los asambleístas. La opinión pública es implacable. El debate no es nuevo, las primeras señales aparecieron simultáneamente a la crisis económica, social y, más tarde, de Estado gestada a partir de 1998. Ya el neoliberalismo radical se encargó de desvalorizar la política y a los políticos, ¡era el fin de la historia, gracias al mercado y los tecnócratas! Por ello, no es casual que haya sido el Parlamento la institución pararrayos y la más afectada por la impopularidad en tiempos de ‘calentamiento social’ y rupturas.

Es correcta la opinión de quienes lamentan que los asambleístas suplentes reclamen una dieta, por no haber tomado nota de la nueva normativa constitucional antes de aceptar su postulación a las suplencias. El tema obliga a una reflexión basada en lecciones aprendidas esperando aportar al conocimiento de los factores que influyen en decisiones y reformas políticas e institucionales.

Contrariamente a lo publicitado durante la deliberación constituyente, la figura de suplente no estuvo ‘constitucionalizada’ en el pasado democrático. Ella se explicitó en los reglamentos de debate del Parlamento y en la normativa electoral. Incongruentemente, el nuevo texto constitucional la incorpora con la precisión de que se trata de un rol no remunerado.

La modalidad de emparejar a titulares con su respectivo suplente tuvo dos razones fundamentales. Una primera pragmática, casi ‘clientelar’. ¡Era necesario crear nuevos espacios de poder por repartir, las bases se rebelaban! Se hacía ingobernable y desgastadora la disputa por acceder a las listas dentro de partidos y alianzas. Con más pedestales –suplencias– se descongestionaban las presiones.

Una segunda razón, justificable, tenía que ver con la saludable tradición constitucional que se impuso, a principios de la década de los 90, con la rígida y calificada fórmula de voto parlamentario de los 2/3 del ‘total de miembros’ de las cámaras o del Congreso. Ello obligaba a garantizar la presencia de un suplente ante acefalías producidas por titulares que ejercían cargos en el Poder Ejecutivo, entonces compatibles con el rol de parlamentario. Era el tiempo en que se intentaron procesos de decisión inspirados en los sistemas de gobierno parlamentarios, con la idea de neutralizar el poder presidencial y unilateral del partido mayoritario.

Hoy, más allá del entusiasmo de los asambleístas y reconociendo la experiencia potencialmente pedagógica de las suplencias, éstas son simbólicas, aportan a la hoja de vida, pero son prescindibles. Resulta que, constitucionalmente, los 2/3 se flexibilizaron siendo aplicables ‘sólo a los presentes’; y el asambleísta ya no puede asumir un eventual cargo jerárquico en el Ejecutivo. Quedan en pie dos argumentos, el soporte al trabajo regional y el pragmático de ampliar los espacios de poder, estos últimos imprescindibles para ‘desinflar’ conflictos y grescas internas que, a tiempo de definir candidaturas, terminan dando un ‘antiestético’ espectáculo a la ciudadanía.

En fin, se trata de viejos problemas, nada agradables ni fáciles de manejar, pero que a nombre del cambio debieran erradicarse mediante nuevas y creativas soluciones que revaloricen la Asamblea y a sus flamantes miembros

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